El pequeño Bebé era un niño de cinco años, el pelo rubio le caía en rizos por la espalda y lo vestían como a un príncipe, con pantaloncitos ceñidos a las rodillas, una blusa de marinero y medias de seda. Su familia lo quería mucho y él había aprendido a querer a los demás. Sin embargo, no era ningún santo: una vez rompió un valioso jarrón mientras perseguía a su gato consentido. Le gustaba pasar largos ratos con los empleados de su mansión y escuchar sus relatos de África, también solía hacer amistad con los niños sencillos de la calle, a quienes regalaba sus zapatos. Su mejor amigo era su primo Raúl, un pequeño huérfano que tenía el pelo oscuro, vestía ropa muy común y no usaba medias de seda.
En las vacaciones sus padres lo llevaron de viaje a París y también invitaron a Raúl. Conocieron grandes casas y museos, fueron a la escuela para ciegos y visitaron al tío de mamá, un señor flaco y solemne llamado Don Pomposo. Era muy antipático, pero como la mamá de Bebé era muy rica, le daba todas las atenciones. Cuando Don Pomposo vio a los niños se acercó a Bebé, le tendió la mano, le quitó con cuidado el sombrerito y le dio unos besos pegajosos. Aunque Raúl iba bien vestido, Don Pomposo ni siquiera lo saludó. El pequeño se sintió muy triste y se hundió en un sillón con el sombrero en las manos.
Don Pomposo se levantó de su sofá colorado y le dijo a Bebé: “Mira, mira, lo que te tengo guardado: esto es algo que cuesta mucho dinero y te lo doy para que sepas que soy tu mejor amigo”. El señor tomó su pesado llavero, abrió un armario y le entregó un hermoso sable dorado. Con la ayuda de un cinturón se lo colocó y le pidió que se viera en el espejo. Bebé vio su propia imagen y alcanzó a ver el reflejo de Raúl, con la cara muy triste, como si se fuera a morir. Aquella noche los niños descansaban en la misma habitación. Raúl dormía a pierna suelta, pero Bebé no podía conciliar el sueño pensando en Raúl, su compañero de juegos, aventuras y travesuras. Raúl no tenía mamá, ni ropa elegante, ni tíos que le hicieran regalos valiosos. A pesar de ello sabía ser el amigo más fiel y compartido de todos. Apenado por lo ocurrido en casa de Don Pomposo, Bebé se levantó y caminó con cuidado al tocador para no hacer ruido. Tomó el hermoso sable, lo levantó muy despacio y lo colocó a un lado de la almohada de Raúl para que al día siguiente, tan pronto despertara, se encontrara con la sorpresa del brillante obsequio que merecía el mejor de los amigos.