
Georgina y Silvia vivían en la misma calle pero no eran amigas.
Al contrario, enfrentaban una constante competencia por ver quién era la más bonita, la más aplicada, la más inteligente, quién tenía los juguetes más divertidos, los vestidos mejor cortados y la mascota más simpática. Cada una contaba con su grupo de seguidoras que veía con enojo a las de la otra.
Ninguna tenía nada de excepcional: eran niñas como otras tantas que hay en Mérida, aunque algo desagradables por sus caprichos. Una tarde, por casualidad, coincidieron en el salón donde les cortaban el cabello. Georgina deseaba que le afinaran su pelo rizado y rubio. Silvia quería que le despuntaran su melena negra. Llegaron al mismo tiempo, se miraron con desprecio y cada una exigió que la atendieran antes.
“Arrégleme primero a mí porque tengo el cabello más hermoso”, le dijo Silvia a doña Queta. “¡No!”, gritó Georgina que, sin más, se le echó encima. No se dieron golpes, simplemente se jalaron del cabello. Volaron diademas, peinetas, broches y pasadores con mechones de las dos cabezas. Las madres de cada una se lanzaron a defenderlas y ahora eran ellas quienes reñían a mordidas y pellizcos en la acera, rodeadas por los curiosos, entre quienes había amistades y parientes.
Como el pleito continuaba y la victoria no se definía, éstos metieron las manos en una riña colectiva. Llegó más gente del barrio. Había chicos y grandes, hombres y mujeres. Cada quien llevaba consigo cualquier cosa que había hallado para combatir: palos, botellas, ganchos, cuerdas y cadenas. Algunos, nada más para animar el ambiente, lanzaban cohetes: las palomas estallaban en el aire y los buscapiés corrían por los suelos.
Aprovechando la confusión, otros entraron a los comercios, dispusieron de la mercancía y destrozaron los aparadores. Muchos ignoraban el motivo de aquella trifulca. Lo mismo pasaba con los perros. “Manchas” ladró al ver pelear a las dos chicas, pero los cientos de canes que ahora formaban un coro infernal, nada más lo imitaban, sin saber qué los tenía enojados. La ciudad estaría pronto en una guerra civil, pero el cielo fue más sabio… una poderosa tormenta empapó a aquellos peleoneros que tuvieron que regresar a su casa.
Al amanecer del día siguiente el barrio estaba destruido, y aunque nadie había resultado herido de gravedad, todos cojeaban, traían la cabeza vendada y los brazos con cabestrillos. Georgina y Silvia se encontraron en la calle con los vestidos rotos y algo calvas. “Luces fatal, querida”, dijo Silvia. “No, tú luces peor”, respondió Georgina. Ya iban a empezar a discutir, pero la primera dijo: “Ya ni le sigas, comadre. ¿Qué te parece si mejor buscamos juntas un remedio para restaurar nuestro cabello?”, “…y nuestro barrio”, completó la otra.
Se fueron caminando abrazadas hacia latienda de pelucas. Ningún vecino creía lo que miraban sus ojos.