El cuaderno rayado

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Faltaban dos semanas para que José alcanzara los veinte años de edad. Esta ocasión era especial: se trataba de su último cumpleaños. Seis meses antes le habían diagnosticado una enfermedad incurable y el médico había sido sincero con sus padres: “Vivirá un año, o un poco más. Sólo uno de cada mil pacientes se recupera”. Su familia lo rodeó de cariño y le dio los cuidados que necesitaba. Él los aceptaba con agradecimiento, pero lloraba a escondidas.

 

Antes de que pasara esto acostumbraban hacerle fiestas de cumpleaños con muchos amigos. Pero esta vez sus padres lo dudaron, le preguntaron qué pensaba y después de meditarlo mucho resolvieron organizarla. “Sí. Me gustaría llevarme ese recuerdo”, dijo José. Llamaron a las personas más queridas para invitarlas.

 

La mayor dificultad para éstas consistió en saber qué regalarle, tomando en cuenta que tenía los días contados. Cuando cada uno le preguntó qué le gustaría, José fue sincero: “Ya nada de eso es importante. No te molestes”.

 

Llegó la fecha de la reunión. Todos hicieron un esfuerzo por aparentar que no pasaba nada. La casa estaba decorada a gusto de José y la madre le había preparado su pastel favorito. Era el momento de los regalos. Javier, su mejor amigo, le obsequió una pulsera de oro, pues pensó que el último regalo tenía que ser muy llamativo. Georgina, su prima, le llevó una loción pequeña, pues razonó que con ese tamaño le bastaría.

 

Pedro, su tío, le entregó ropa para dormir ya que supuso que, por su enfermedad, iba a caer en cama. Otros invitados no supieron qué hacer y llevaron pañuelos, calcetines, chocolates… La última persona en entregar su regalo fue Ángeles, una chica delgada. Lo sacó de una bolsa de plástico sin envoltura, ni moños.

 

Era un cuaderno rayado de doscientas hojas con un luchador en la portada. A todos les desconcertó este obsequio y miraron a Ángeles. “Mira, José —le dijo, tomándolo de las manos—, esta libreta es para que cada día de tu cumpleaños, todos los años, escribas cómo fue tu fiesta.”

 

José se sintió raro, un poco ofendido. “Bueno, bueno, ¡vamos a partir el pastel!”, dijeron sus padres para romper el silencio. Una tarde semejante a ésta, medio siglo después, José escribió cómo había sido su fiesta de setenta años, pegó las fotos y llegó a la última página

de la libreta, donde encontró una notita de Ángeles casi borrada por el tiempo:

 

“José: el mejor regalo en este día es mi deseo, mi esperanza y mi seguridad de que vivirás siempre”. Lloroso, el viejo José se puso de pie y salió a la papelería para comprar un cuaderno nuevo.

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