Camila Darién tenía todo lo que cualquier joven de la Nueva España podía desear: belleza, fama, fortuna y dos padres que la adoraban. Como hija única de un matrimonio mayor, había recibido todos los mimos posibles. Aunque era una mujer de corazón noble, siempre había pensado que se hallaba por encima de los demás, en especial de la gente sencilla que atendía las innumerables tareas de su mansión en la Ciudad de México, a quienes solía tratar con desprecio.
Aquella tarde era muy especial, pues se llevaría a cabo su petición de mano. Don Luis de las Heras la amaba, aunque sufría al ver la forma en que maltrataba a la gente sencilla. Así ocurrió durante la fiesta de ese día. “Este ponche es repugnante”, le dijo a Mariana, la cocinera, enfrente de los demás.
“El sillón está lleno de polvo”, le gritó a Julia, la recamarera. “Tú no estás invitado a la fiesta”, informó a Marcos, el cochero, que se había atrevido a entrar al gran salón a escuchar la música. Don Luis observó todo esto con disgusto y cuando llegó el momento de la petición los invitados, entre quienes se hallaban las personas más notables del Virreinato, quedaron sorprendidos pues el novio hizo algo inesperado. “Te amo y te respeto Camila” —le dijo—. Sin embargo, para que se realice nuestro matrimonio necesito que me regales una corbata de seda que vi en el Parián. Sin ella, simplemente, no puede haber boda.”
Camila rompió a reír frente a todos. “¿Una corbata, querido? Las más caras cuestan apenas tres monedas de plata y tú sabes que yo tengo cientos de ellas.” “Más despacio, Camila repuso el novio—, lo que te solicito es que la compres con una moneda que te dé Mariana, otra que te dé Julia y una más que te dé Marcos y que se las pidas aquí frente a todos nosotros.” Los invitados, incluyendo a los padres de la novia, quedaron en silencio mientras Camila derramaba un par de lágrimas que sabían a coraje y desesperación; sin embargo, su amor por don Luis era más grande que su orgullo. “¡Que por favor vengan Mariana, Julia y Marcos!”, solicitó con un dulce tono de voz desacostumbrado en ella.
Los tres empleados de la casa entraron al salón atemorizados temiendo un nuevo regaño. Camila les explicó la situación. “Ahora mi felicidad está en manos de ustedes —les dijo—. ¿No me dan una moneda, por favor?” Mariana, Julia y Marcos sonrieron como si se hubieran puesto de acuerdo y mientras sonreían buscaban en el fondo de sus bolsillos aquellas monedas que significaban la felicidad de Camila. Marcos y Julia le entregaron las suyas. Sin querer Mariana dejó caer la tercera en el suelo y Camila se agachó para recogerla con dificultad por su elaborado vestido. “Gracias —les dijo al incorporarse—. ¿Aceptarían ustedes una invitación para la fiesta de mi boda? Y con respecto a ti, Luis —le dijo a su prometido—, espero que aprendamos juntos muchas cosas en nuestra vida de casados.”