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El pequeño músico

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Cuando Esteban cumplió diez años recibió muchos obsequios, entre ellos uno muy especial. Se lo regaló su tío Apolinar, quien había estudiado en el Conservatorio Nacional de Música. Estaba dentro de un estuche alargado. Era un clarinete. Esteban lo tomó entre las manos y lo miró extrañado, pues nunca antes había visto uno. Sopló por uno de los extremos, pero no logró producir sonido alguno. “No te preocupes, sobrino. Al principio es un poco difícil tocarlo, pero yo te puedo enseñar”, le propuso su tío y él aceptó. Fue así como Esteban comenzó a estudiar clarinete por las tardes.

 

Primero conoció las partes del instrumento. Luego aprendió a colocar las manos sobre las palanquitas denominadas llaves y a impulsar el aire por la boquilla. Su tío era un buen maestro. Gracias a él aprendió a interpretar algunas piezas. Solía presentarse ante sus papás, sus hermanos y sus primos. Los aplausos que recibía lo hacían sentir muy bien.

La noticia de que Esteban estaba aprendiendo clarinete llegó a oídos del director de su escuela, quien le propuso participar en el festival del Día de las Madres. En ese momento a él le pareció buena idea y dijo que sí, pero conforme pasaron los días fue sintiéndose cada vez más asustado. Se imaginó a sí mismo en el auditorio de la escuela con su clarinete entre las manos. Todos guardarían silencio y lo mirarían fijamente. Tocar en las reuniones familiares era fácil, pero presentarse ante tantos desconocidos lo asustaba. “¿Qué tal si me equivoco? ¿Y si se me engarrotan los dedos? ¿Y si me quedo sin aire de pronto? ¡Todos se reirán de mí!”, pensó.

La víspera del festival Esteban no pudo dormir, y a la mañana siguiente sentía mariposas en el estómago. Desesperado, decidió fingirse enfermo para no ir a la escuela. Luego se le ocurrió una idea mejor: decir que se había lastimado un dedo y, por lo tanto, no podía tocar. Su tío, al verlo tan inquieto, le preguntó qué le ocurría y Esteban le contó la verdad.

“Tener miedo no es malo —lo tranquilizó su tío—. A lo largo de mi carrera como músico muchas veces me he sentido como tú antes de un concierto.” Esteban no lo podía creer: “Pero tú eres un músico profesional. No puedes sentir miedo”. El tío Apolinar le dijo que el temor era algo normal y agregó: “Lo importante es enfrentarse a él y no permitir que nos paralice. Cuando estés en el escenario no pienses en toda la gente que está observándote. Sólo piensa en ti y en tu instrumento. El clarinete es tu compañero y no te defraudará. Además, me consta que has ensayado lo suficiente”.

Las palabras de su tío animaron un poco a Esteban, quien subió al escenario cuando llegó su turno. Le temblaban las manos y pensó que no lograría tocar ni siquiera una nota, pero se armó de valor. Los sonidos fueron emergiendo poco a poco del clarinete, primero con timidez, como si se tratara de conejos que asoman la nariz fuera de la madriguera; luego las notas adquirieron fuerza y llenaron el aire transformándose en una parvada de aves multicolores. Entre el público estaba la mamá de Esteban. Lucía muy contenta. A su lado se encontraba el tío Apolinar, quien fue el primero en ponerse de pie para aplaudir cuando concluyó la interpretación de su sobrino.

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