El subibaja

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Martín y Romeo vivían en el mismo edificio, una elevada torre de departamentos en las afueras de la ciudad. Tenían la misma edad e iban al mismo colegio, pero no podía haber dos chicos más diferentes. En la escuela Martín corría y saltaba todo el día, superaba
a todos en la clase de educación física y disfrutaba demostrando su poderío: en una ocasión fue expulsado por romper, con los golpes que había aprendido en su clase de karate, tres escritorios de un hilo. Pero el castigo no le sirvió de nada y el mismo día por la tarde ya andaba trepándose a los árboles más altos del parque, sin medir las consecuencias de una caída libre sobre los adoquines rojos del suelo.


Romeo, en cambio, era quieto y silencioso y pasaba largos ratos pensando. Cuando Martín rompió las bancas buscó en la enciclopedia qué técnica de karate había empleado.
Y cuando se trepaba a los árboles, podía decir sin problema si su compañero y amigo estaba en las ramas de un eucalipto, un trueno o un pino, cómo podría convertirse en un ejemplo de la fuerza de gravedad y cuáles serían los primeros auxilios que debería de aplicarle en caso de un accidente. Porque, curiosamente, siempre andaban juntos, aunque uno no entendiera bien al otro. “De grande voy a ser psicólogo, Martín —le decía Romeo—, para ver si así te entiendo.” Enojado, Martín lo fintaba como para darle un zape.


Una de esas tardes, cuando regresaban de jugar, entraron al elevador del edificio. Romeo vivía en el piso 2 y Martín en el 20. Sin embargo, cuando lo abordaban,
acostumbraban acompañarse uno al otro. “Yo te acompaño”, decía Romeo, y subían al 20. “Yo te acompaño a ti”, decía Martín y bajaban al 2. “Pues ahora yo te acompaño a ti”, volvía decir Romeo y así podían pasar horas en el subibaja (cómo le decían al elevador) hasta que decidían mejor subir a la azotea.

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