La familia Gómez adoptó a Tamarindo en un albergue canino. Era un perro peludo de color café y raza indefinida cuya simpatía conquistó de inmediato a la señora Gómez y a sus dos hijas, Eloísa y Mariana. El papá, en cambio, tenía sus dudas, pues le parecía un animal demasiado grande e inquieto. Les dijo sus hijas que podían quedarse con él siempre y cuando se hicieran responsables de su cuidado. “Deben llevarlo a pasear todos los días, darle de comer, bañarlo y limpiar sus excrementos”, les advirtió. Ellas aceptaron de inmediato, pues nunca habían tenido una mascota y estaban emocionadas.
El problema fue que Tamarindo resultó muy travieso. Se la pasaba haciendo hoyos en el jardín, mordiendo los muebles, comiéndose la tarea de las hermanas y destruyendo los zapatos de todos. Esto hizo que le señor Gómez se enojara mucho. “Si ese perro sigue portándose así, se irá de esta casa”, sentenció. Eloísa y Mariana se habían encariñado tanto con Tamarindo que no soportaban la idea de separarse de él. Debían encontrar la manera de que su perro dejara de hacer travesuras. Gracias a internet, se enteraron de que cerca de su casa había un centro de adiestramiento canino. Allí les dijeron que le enseñarían a su perro a portarse mejor. Días después, Tamarindo ya no hacía hoyos ni destruía muebles. Tampoco se comía las tareas de las hermanas. Los Gómez estaban muy complacidos. ¡Su perro se había convertido en una mascota ejemplar! Entonces ocurrió algo inesperado. Una noche, la familia Gómez regresaba a casa después de haber ido al teatro y a cenar.
Estaban muy contentos, pues la obra les había gustado mucho y la cena estuvo riquísima; sin embargo, la alegría se transformó en sorpresa en cuanto entraron en su casa y vieron la sala y el comedor. El tapiz de uno de los sillones estaba desgarrado, las sillas se encontraban volcadas, el mantel yacía en el suelo y el valioso frutero de cristal, regalo de la tía Jacinta, se había roto. Al principio pensaron que un ladrón había entrado en la casa y tuvieron miedo, pero luego, al ver que no faltaba nada, buscaron otra explicación. No tardaron mucho en descubrir a Tamarindo escondido en un rincón con cara de culpable. El señor Gómez enfureció y dijo que llevaría a “ese malcriado” de regreso al albergue. “No lo hagas, papá”, suplicaron sus hijas llorando. Sin embargo, él estaba decidido.
La señora Gómez pidió calma. Dijo que, antes de juzgar al pobre perrito, era necesario analizar la situación. Allí había algo raro. Tamarindo ya no se portaba mal. ¿Por qué ese cambio repentino de conducta? Al oír esto, Eloísa y Ángeles se sobresaltaron. Fue como si se hubieran dado cuenta de algo importante. Ambas bajaron la mirada y confesaron que la culpa era de ellas. “¿De qué hablan?”, quiso saber su padre. Ambas admitieron que se les había olvidado darle de comer a su mascota. “¿Cómo es posible? Esa era su responsabilidad —dijo su mamá—. Con razón Tamarindo se comportó así: ¡tenía hambre!” Las hermanas estaban muy apenadas y prometieron que nunca volverían a dejar a su mascota sin comer. De inmediato fueron a la cocina para servirle su alimento al perro. Por su parte, Tamarindo siguió yendo a la escuela y, al final del curso, se graduó con honores.