En la antigua ciudad maya de Chinkultic vivió hace siglos un príncipe notable por su apostura y valentía. Se llamaba Tukuluchú. Sus ojos lanzaban destellos dorados, su piel era lisa y oscura. Manejaba con destreza las armas, en especial el hulché —un afilado palo que se lanza contra el enemigo—, y su habilidad provocaba la admiración de sacerdotes, nobles y guerreros. Aunque habitaba en el suntuoso palacio de su padre donde nada le hacía falta, prefería pasear todo el día por el bosque. Su aspecto y sus grandes habilidades lo habían hecho un poco arrogante, creía que lo podía todo y que nada se resistía al poder de su arma. Sin tener necesidad de hacerlo hería con ella a cualquier animal que hallaba a su paso, incluso a los más pequeños, como mariposas y colibríes.
Una mañana, cuando se hallaba en un terreno amplio y despejado, se dijo: “Soy más hermoso y poderoso que el mismísimo sol”. Subió a lo alto de unas rocas y arrojó su arma contra el brillante disco en flamas. ¡Lo había logrado finalmente! A lo lejos vio que su hulché regresaba a la tierra con un pedazo de sol en la punta. Se despojó de sus ropajes hasta quedar casi desnudo y corrió hacia el horizonte para recuperar su trofeo. La naturaleza misma se asombraba al ver la veloz carrera de este joven ágil y atlético. El genio malo le advirtió: “No vayas, Tukuluchú, porque el sol te puede matar”. El señor del monte lo previno: “Detente, pues el sol puede enojarse y acabar contigo”. Cuando llegó al borde de un lago el señor de las aguas le hizo una advertencia semejante. Hasta la hermosa doncella Quchpán, que lo amaba en secreto, le aconsejó detenerse. Pero el príncipe no podía dominar su orgullo y cada vez se acercaba más al punto donde había caído el resplandeciente hulché.
El dios del viento derribó varios árboles para impedirle el paso, pero Tukuluchú saltó sobre los troncos, agotado y cubierto de sudor. La última oportunidad se la dio un árbol, que lo invitó a descansar bajo su sombra, pero el príncipe no la aceptó. Tukuluchú estaba a unos pasos de su hulché cuando lo atrapó un poderoso remolino, el aire jugó con él como si fuera un muñeco de trapo hasta provocarle un desmayo. Al despertar se dio cuenta de que estaba parado sobre la rama de una ceiba, convertido en una lechuza incapaz de ver al sol. Fue el castigo que recibió por no escuchar consejo y desafiar al más brillante astro de nuestro firmamento.
—Adaptación de una leyenda maya incluida en la antología Leyendas prehispánicas mexicanas de Otilia Meza.