Chelo había estado en el hospital porque la operaron de un hombro lastimado. Cuando volvió a casa varias personas fueron a visitarla y le llevaron flores. Una tarde se apareció Queta, su amiga de la secundaria, y le presentó una dulcera de cristal verde con natilla de naranja. “Aquí le traigo este dulce, Chelito, para que se mejore un poco. Le encargo mi traste.” Doña Chelo, su esposo y sus hijos Manuel y Mauricio dejaron la dulcera limpia al día siguiente. En estas situaciones, allá en Morelia, se estila devolver el traste con un nuevo antojo. Así que la señora Chelo, con todo y el brazo adolorido, preparó un flan horneado y se lo envió a Queta con Mauricio y Manuel, acompañado de una nota: “Gracias, Queta, estaba delicioso”.
En casa de Queta ella, su marido y sus hijas Jazmín y Rosalba se comieron el flan de una sentada y disfrutaron hasta la última gota de caramelo. Queta pensó cómo corresponder a Chelo que se había esforzado a pesar de estar enferma y horneó unos polvorones de nuez que luego le envió con Rosalba y Jazmín en la dulcera de cristal, con otra nota: “Gracias, Chelo, estaba delicioso”. Después de gozarlos con una taza de café, Chelo le regresó la dulcera con una rebanada de pastel de tres leches.
Manuel, Mauricio, Rosalba y Jazmín comenzaron a ir de una casa a la otra llevando y trayendo postres, siempre en la dulcera, siempre con una nota afectuosa. Cada una de las mujeres se empeñaba en preparar su mejor receta y hasta compraron libros con otras nuevas. Mientras las hacían pensaban con cariño en la familia de la otra. Se enviaron chongos zamoranos, fresas con crema, crepas de cajeta, merengues, ates de guayaba, membrillo y tejocote, duraznos y peras en almíbar, bolitas de nuez, cocadas y gelatinas de todas las formas y colores.
También hubo una temporada de helados y nieves durante la cual los niños tenían que correr para evitar que se derritieran. Todo cabía en la dulcera de cristal que parecía un recipiente mágico del que salían delicias para las dos casas. Cada familia había ido coleccionando las notas que ya simplemente decían “Gracias, muchas gracias”. Los cuatro mensajeros se habían hecho amigos en su ir y venir… luego ya nadie sabía quién tenía que agradecer a quién ni cómo había empezado todo.
Después de varios meses así, alguno de los chicos (quién sabe cuál) se tropezó, rompió la dulcera de cristal y derramó el brillante dulce de zapote en la banqueta. Una de las señoras fue a la mejor vidriería de la ciudad y compró una nueva. Al recibirla, la otra preparó una nota dándole las gracias y se la envío junto con un juego de copas tequileras. La otra le correspondió con un sartén de peltre azul y la otra, a su vez, con una azucarera. De una casa a la otra llegaron cubiertos, platos y cacerolas, con una nota que decía simplemente “Gracias, gracias, gracias…”, hasta que pasaron los años y las letras y los trastes y las historias se confundieron. Manuel, Mauricio, Rosalba y Jazmín se casaron en una boda doble. En su banquete sólo se sirvieron postres.